Acaba de irse de esta vida terrenal todo un caballero de los asuntos públicos. Adolfo Suarez, el que fuera primer presidente del Gobierno de España en la actual historia democrática ha muerto. Con su marcha, todos los ojos volverán a poner el foco de atención en aquellos vitales momentos donde la grandeza y generosidad de los lideres políticos, y en especial de Suárez, sirvieron para cerrar viejas heridas de una pasada confrontación y marcar las nuevas lineas para caminar todos juntos por los senderos de la concordia y la dignidad.
Adolfo Suárez es ahora, y ya desde su muerte, todo un icono que define a la alta política. El desempeño y gestión de los asuntos públicos está en los días actuales muy desprestigiado, y mucho habrá de verdad cuando eso lo señalan las encuestas y el mismo corazón de los ciudadanos. Y es que parece que la memoria es flaca y no recuerda la inmensa grandeza de esos memorables momentos de la transición española, donde los únicos valores posibles que se ejercían eran: constancia en el trabajo bien hecho; sentido de Estado y generosidad para consensuar sobre los grandes asuntos colectivos; alto sentido de entrega a la noble tarea de la política, sin más ambición personal que la búsqueda del progreso para los ciudadanos.
En todo este contexto brilló con luz propia un sencillo político cuya ambición legitima era perseguir que todas las ideologías y creencias trazaran un marco común para que desde la discrepancia en las formas y en lo superficial, encontraran acomodo en lo que les unía.
Esa fue la fuerza que inspiró el nervio de la transición española pilotada por esa entrañable persona que fue Adolfo Suarez. Sin él, el relato de la actual democracia tal vez hubiera sido otro muy distinto
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